“La historia está siempre distorsionada, es parte de su naturaleza”
Con ‘La invención del pasado’, este periodista, escritor, guionista y realizador de documentales desmonta muchos clichés sobre la importancia de los relatos históricos. Dice que los tenemos casi sacralizados, que los poderes los usan como sustitutos de la religión; que están llenos de concesiones a lo que la gente pide, sobre todo, para justificar nacionalismos. Que están llenos de fetichismos. El valor de su análisis es que logra darle la vuelta a muchas percepciones automáticas.
Miguel-Anxo Murado (Lugo, 1965) es escritor, guionista de cine y televisión, realizador de documentales, periodista y traductor. Hace cinco años desmontó en Otra idea de Galicia los tópicos y mitos historiográficos y populares de su tierra, ahora acomete una labor semejante con La invención del pasado. Verdad y ficción en la historia de España (Editorial Debate). Un libro apasionante y bien documentado en el que el autor busca restar la trascendencia que a veces le damos a la historia y despertar en el lector un sano escepticismo respecto a ella, máxime cuando acostumbra a utilizarse como arma arrojadiza en los agrios debates políticos nacionales.
Murado hace hincapié en que la historia
es inevitablemente imperfecta: su relato cambia con el tiempo, ficción y
realidad tienden a confundirse, tiene enormes lagunas y es más un
reflejo de nuestro presente y de las expectativas actuales que de
nuestro pasado.
En el primer capítulo, a modo de prólogo, expresas la vocación de este libro: “que, cuando el lector termine estas páginas, su confianza en la historia haya disminuido considerablemente”. He de decir que yo ya era un desconfiado, pero ahora soy un desconfiado con datos. Si se me permite la maldad, a tenor de lo leído, no parecen mucho más precisos los libros de historia que las novelas históricas o las telenovelas.
Eso requiere un matiz. Por supuesto que la historia se basa en hechos, muchos comprobados, contrastables. El problema es que tendemos a pensar que la historia consiste en eso, en comprobar hechos. Y la historia no es eso, son las interpretaciones de esos hechos y las relaciones que establecemos entre ellos. El argumento del libro es que, puesto que nuestra mente es una mente literaria, nuestra manera de ver esos hechos y de ordenarlos acaba teniendo más que ver con nuestra imaginación, con nuestra fantasía, que con algo completamente objetivo y racional. La diferencia entre literatura e historia es que la literatura es un mundo en el que ni siquiera los hechos son reales, son imaginarios, se los hace verosímiles, y en la historia los hechos son verosímiles -por lo menos muchos de ellos-, pero, en el fondo, las relaciones entre ellos son parecidas a las de la literatura. Es una relación narrativa.
Cuando uno asiste a un acontecimiento que tiene reflejo en los medios de comunicación son muchas las ocasiones en que no reconoce el relato de lo vivido personalmente. Si esa distorsión se produce con lo vivido ayer, ¿qué grado de distorsión cabe suponerle a la historia?
Es la misma. En el fondo la historia no es muy diferente, en cuanto a memoria, de la memoria individual. Con la diferencia de que en la memoria individual nosotros somos testigos presenciales. El problema es que precisamente de nuestra experiencia como testigos presenciales, de nuestra experiencia al recordar cosas, extraemos esas conclusiones escépticas. El hecho de que no siempre recordamos bien, de que tendemos a reconstruir lo que recordamos. De hecho, cuando lo contrastamos con otras personas que también estaban presentes siempre hay una discusión, nunca hay la posibilidad de establecer con seguridad un recuerdo. La historia es parecida, en algunos sentidos peor. Es una memoria colectiva, ni siquiera la de un individuo, con lo cual tiene que haber una especie de acuerdo entre memorias. Y está además el problema de los textos, el hecho de que sólo podemos conocer las cosas a través de los textos; de los documentos, en general. Habría que hablar también de la arqueología pero, en realidad, en la práctica es con los textos con los que se hace historia. La arqueología u otras fuentes, como las orales, son una apoyatura, no son independientes, no pueden contar historia por sí mismas. Ese es otro aspecto del que quiero llamar la atención en el libro, que si no hay textos no hay historia y los textos son muy imperfectos, sobre todo cuanto más atrás vamos en el tiempo. Y cuanto más cerca estamos en el tiempo se produce un fenómeno distinto, pero también muy distorsionador, que es que hay demasiados textos. Hay un exceso de voces y hacer una selección de ellos es, al final, casi igual de arbitrario que cuando uno tiene muy poco donde elegir.
Uno de los hechos para la desconfianza en la fiabilidad del relato histórico, sobre todo cuando hablamos de acontecimientos más alejados en el tiempo, es que la interpretación se produce a partir de documentos que rara vez son contemporáneos a los hechos. ¿Qué fiabilidad tienen ese tipo de documentos?
Ese es un problema muy serio para partes enormes de la historia, del pasado. No tenemos documentos contemporáneos para muchos de los hechos importantes de la historia. Tenemos textos tardíos, a veces separados por cientos de años de los hechos que cuentan. Basta que pensemos ahora en cómo sería intentar entender algo que haya ocurrido hace 200 años en nuestra familia, simplemente a partir de la memoria oral. Ese es un experimento que puede hacer cualquiera. ¿Qué nos ha llegado, por ejemplo, a través de la memoria oral familiar, de nuestros bisabuelos? Y no hablamos más que de dos o tres generaciones. No nos ha llegado prácticamente nada, como mucho el nombre, quizá una fotografía, alguna anécdota, pero prácticamente nada. Si no tenemos textos contemporáneos no podemos estar nunca seguros de que quien ha escrito ese texto a posteriori tuviera realmente información. Si no aparecen textos intermedios, muchas veces hay que pensar que el que ha escrito ese pasado tan remoto simplemente se lo ha imaginado o lo ha inventado o ha utilizado clichés para construirlo por asociación, por intuición. Yo pongo el ejemplo de las vidas de santos. El hecho de que se parezcan tanto se debe a que los que las escribían no tenían lógicamente ni idea de las vidas de las personas sobre las que escribían porque habían ocurrido muchísimo antes, porque no había documentos, y lo que hacían era tirar de un arsenal de anécdotas, de milagros, que se repiten porque son buenos, porque funcionan, porque tienen éxito. Hay tendencia a imaginarlo todo siempre de la misma manera.
¿De qué periodos históricos de la historia de España tenemos una idea más distorsionada?
Lógicamente cuanto más atrás más distorsionada está. Por ejemplo, de todo lo que es anterior a la conquista romana no tenemos documentos o tenemos muy pocos, arqueología. Pero, como decía antes, la arqueología no es una ciencia independiente, necesita un marco para interpretarla y ese marco lo proporcionan los textos. Cuando no los hay, es muy difícil hacer historia. Se puede hacer etnología retrospectiva, antropología retrospectiva. Se puede deducir cómo vivía este pueblo que vamos a llamar los celtíberos, qué tipo de instrumentos tenían, cómo era más o menos su sociedad… ¡Bueno! Algo se puede saber de eso.
En el primer capítulo, a modo de prólogo, expresas la vocación de este libro: “que, cuando el lector termine estas páginas, su confianza en la historia haya disminuido considerablemente”. He de decir que yo ya era un desconfiado, pero ahora soy un desconfiado con datos. Si se me permite la maldad, a tenor de lo leído, no parecen mucho más precisos los libros de historia que las novelas históricas o las telenovelas.
Eso requiere un matiz. Por supuesto que la historia se basa en hechos, muchos comprobados, contrastables. El problema es que tendemos a pensar que la historia consiste en eso, en comprobar hechos. Y la historia no es eso, son las interpretaciones de esos hechos y las relaciones que establecemos entre ellos. El argumento del libro es que, puesto que nuestra mente es una mente literaria, nuestra manera de ver esos hechos y de ordenarlos acaba teniendo más que ver con nuestra imaginación, con nuestra fantasía, que con algo completamente objetivo y racional. La diferencia entre literatura e historia es que la literatura es un mundo en el que ni siquiera los hechos son reales, son imaginarios, se los hace verosímiles, y en la historia los hechos son verosímiles -por lo menos muchos de ellos-, pero, en el fondo, las relaciones entre ellos son parecidas a las de la literatura. Es una relación narrativa.
Cuando uno asiste a un acontecimiento que tiene reflejo en los medios de comunicación son muchas las ocasiones en que no reconoce el relato de lo vivido personalmente. Si esa distorsión se produce con lo vivido ayer, ¿qué grado de distorsión cabe suponerle a la historia?
Es la misma. En el fondo la historia no es muy diferente, en cuanto a memoria, de la memoria individual. Con la diferencia de que en la memoria individual nosotros somos testigos presenciales. El problema es que precisamente de nuestra experiencia como testigos presenciales, de nuestra experiencia al recordar cosas, extraemos esas conclusiones escépticas. El hecho de que no siempre recordamos bien, de que tendemos a reconstruir lo que recordamos. De hecho, cuando lo contrastamos con otras personas que también estaban presentes siempre hay una discusión, nunca hay la posibilidad de establecer con seguridad un recuerdo. La historia es parecida, en algunos sentidos peor. Es una memoria colectiva, ni siquiera la de un individuo, con lo cual tiene que haber una especie de acuerdo entre memorias. Y está además el problema de los textos, el hecho de que sólo podemos conocer las cosas a través de los textos; de los documentos, en general. Habría que hablar también de la arqueología pero, en realidad, en la práctica es con los textos con los que se hace historia. La arqueología u otras fuentes, como las orales, son una apoyatura, no son independientes, no pueden contar historia por sí mismas. Ese es otro aspecto del que quiero llamar la atención en el libro, que si no hay textos no hay historia y los textos son muy imperfectos, sobre todo cuanto más atrás vamos en el tiempo. Y cuanto más cerca estamos en el tiempo se produce un fenómeno distinto, pero también muy distorsionador, que es que hay demasiados textos. Hay un exceso de voces y hacer una selección de ellos es, al final, casi igual de arbitrario que cuando uno tiene muy poco donde elegir.
Uno de los hechos para la desconfianza en la fiabilidad del relato histórico, sobre todo cuando hablamos de acontecimientos más alejados en el tiempo, es que la interpretación se produce a partir de documentos que rara vez son contemporáneos a los hechos. ¿Qué fiabilidad tienen ese tipo de documentos?
Ese es un problema muy serio para partes enormes de la historia, del pasado. No tenemos documentos contemporáneos para muchos de los hechos importantes de la historia. Tenemos textos tardíos, a veces separados por cientos de años de los hechos que cuentan. Basta que pensemos ahora en cómo sería intentar entender algo que haya ocurrido hace 200 años en nuestra familia, simplemente a partir de la memoria oral. Ese es un experimento que puede hacer cualquiera. ¿Qué nos ha llegado, por ejemplo, a través de la memoria oral familiar, de nuestros bisabuelos? Y no hablamos más que de dos o tres generaciones. No nos ha llegado prácticamente nada, como mucho el nombre, quizá una fotografía, alguna anécdota, pero prácticamente nada. Si no tenemos textos contemporáneos no podemos estar nunca seguros de que quien ha escrito ese texto a posteriori tuviera realmente información. Si no aparecen textos intermedios, muchas veces hay que pensar que el que ha escrito ese pasado tan remoto simplemente se lo ha imaginado o lo ha inventado o ha utilizado clichés para construirlo por asociación, por intuición. Yo pongo el ejemplo de las vidas de santos. El hecho de que se parezcan tanto se debe a que los que las escribían no tenían lógicamente ni idea de las vidas de las personas sobre las que escribían porque habían ocurrido muchísimo antes, porque no había documentos, y lo que hacían era tirar de un arsenal de anécdotas, de milagros, que se repiten porque son buenos, porque funcionan, porque tienen éxito. Hay tendencia a imaginarlo todo siempre de la misma manera.
¿De qué periodos históricos de la historia de España tenemos una idea más distorsionada?
Lógicamente cuanto más atrás más distorsionada está. Por ejemplo, de todo lo que es anterior a la conquista romana no tenemos documentos o tenemos muy pocos, arqueología. Pero, como decía antes, la arqueología no es una ciencia independiente, necesita un marco para interpretarla y ese marco lo proporcionan los textos. Cuando no los hay, es muy difícil hacer historia. Se puede hacer etnología retrospectiva, antropología retrospectiva. Se puede deducir cómo vivía este pueblo que vamos a llamar los celtíberos, qué tipo de instrumentos tenían, cómo era más o menos su sociedad… ¡Bueno! Algo se puede saber de eso.
Lo que no podemos
saber es su historia, los hechos, los detalles, no podemos conocer el
transcurso de su historia. A partir de la conquista romana tenemos
documentos, pero son documentos que conciernen a la manera de entender
la historia de los romanos, que eran escritores, no historiadores como
nosotros los entendemos. Ahí tenemos otro problema. También tenemos
vacíos historiográficos gravísimos a lo largo de la Alta Edad Media. Yo
diría que hasta la modernidad, hasta que empieza a haber un uso
sistemático de registros, de archivos, etcétera, lo que tenemos es muy
poco. Y a partir de ahí, lo que tenemos es más pero tampoco es la
panacea. Cuando no es el tiempo el que hace la selección de los
documentos -destruyendo documentación, si es que la había-, se hace de
otra manera. Por ejemplo, de Isabel la Católica tenemos muchas crónicas,
pero son las crónicas que se permitió que sobreviviieran, aquellas que
la legitimaban, no las que daban el otro punto de vista. De eso tenemos
muy poco. Y así sucesivamente. Cuanto más atrás vamos en el tiempo más
distorsionada está, pero la historia reciente también está distorsionada
por otros motivos. Dicho esto en el sentido de que la historia está
siempre distorsionada, es inevitable que lo esté, es su naturaleza. No
creo que eso sea en sí algo malo, que se pueda corregir. Está en la
naturaleza de la historia el estar distorsionada, ser un reflejo siempre
deformante.
Cuanto más detallado y detallista es un documento, más sospechoso resulta. Parece un contrasentido.
Sí, parece un contrasentido pero no es exactamente que cuanto más detallado es sino que, el fenómeno de la paradoja del detalle, a lo que se refiere es a que conforme va pasando el tiempo, y sin que aparezcan otros documentos, otros datos, se observa este fenómeno curioso, en la Edad Media sobre todo, de que el relato se va adornando con detalles nuevos que evidentemente no salen de ningún lado más que de la imaginación o porque se contagian de otro texto o lo que sea, pero está claro que no es que alguien en el siglo XV sepa más que alguien en el siglo XII. Si no hay documentos de por medio no se puede saber más. ¿Por qué se va haciendo más detallado? Por lo mismo que cuando a nosotros nos cuentan un rumor. Nosotros lo transmitimos, lo adornamos para hacerlo más interesante y esa persona a la que se lo contamos vuelve a adornarlo también, vuelve a añadirle detalles. Eso sucede mucho en la actualidad con el periodismo, no hay que irse necesariamente a la Edad Media. En el periodismo actual una noticia a veces se adorna con hipótesis, aclarando que son hipótesis, pero en la siguiente transmisión la idea de que son hipótesis desaparece y eso ya se incorpora a los datos, se convierte en parte de las noticias. Muchas noticias que vemos todos los días en la televisión, en los periódicos, contienen ese elemento de leyenda urbana que, naturalmente, los buenos periodistas procuran evitar y muchas veces consiguen desmentir pero el problema -y esto vale para el rumor, para la leyenda urbana, para el periodismo- es que el rumor siempre se expande más rápidamente que la noticia porque es más interesante, tiene más elementos que llaman la atención del público.
Una historia más seria, más certera, quizá sería una historia menos interesante para el público…
Sí, de hecho así es. La historia más científica, la más académica, la más rigurosa, es minoritaria, no sale realmente de un ámbito muy reducido de especialistas y eso es, en gran parte, porque es difícil de leer, es muy seca, no tiene esos elementos narrativos o muy pocos de esos que llaman la atención de la gente. De hecho, es muy significativo que, cuando se escribe divulgación histórica, se insiste mucho en que se haga divertida la historia. Porque, efectivamente, la historia en crudo, la historia más científica, es aburrida para la mayor parte de la gente, sólo es interesante para los especialistas.
La historia de Pelayo y la ‘batalla de Covadonga’ es un cuento moral de redención con analogías en la Biblia y en las vidas de santos. El relato de la transformación de la península en reino musulmán está configurado con “leyendas creadas a partir de leyendas”. El asedio de Numancia es “un calco del episodio anterior de Sagunto” y el relato del suicidio de todo un pueblo ante el cerco de los invasores es el mismo que el del asedio romano de Masada y otros semejantes. Supongamos que todo son leyendas y cuentos morales. Esas leyendas, esos cuentos morales, ¿qué nos dicen del pasado? ¿Nos ayudan en algo a descifrarlo?
Sí nos ayudan pero hay que entender qué uso les podemos dar. La historia de Numancia no nos dice nada sobre lo que ocurrió en Numancia. A lo mejor Numancia fue destruida en una batalla, pero evidentemente no fue destruida de la manera que cuenta Tito Livio, como conocemos en la historia convencional, tradicional, del asedio de Numancia. Pero, en cambio, para un historiador de Roma sí es interesante ver el hecho de que ese cliché se repita en la historiografía romana. Nos dice algo sobre los romanos, no nos dice nada sobre los celtíberos, pero sí nos dice que los romanos tenían, vamos a decir, esa fantasía, que quizás es bastante transparente, fácil de entender. Significaba que los bárbaros eran valientes y por tanto para Roma tenía mérito derrotarlos, no era una cosa fácil. Por otra parte, en cambio, decía que su valor era muy grande pero que era un valor irracional, absurdo, no era racional como el de los romanos y, por lo tanto, en el fondo eran bárbaros, no eran tan civilizados como los romanos. ¡Eso es lo que quiere decir la historia de Masada y la historia de Numancia! Eso y que es una buena historia y que Tito Livio quería que le leyeran y que le leyeran con interés, por lo que tenía que darle gracia a sus relatos. Y además tenía que contar algo, porque hay que pensar que sabían muy poco de las cosas que ocurrían. No era fácil conseguir información. Y además no importaba. De la misma manera que hoy en día un guionista de cine histórico te dirá: “Sí, tenía documentación muy precisa sobre cómo fue esta batalla, pero tal y como estaba no era lo suficientemente espectacular, la hemos hecho más todavía”. Pues igual que hacemos nosotros ahora hacía Tito Livio. Eso es lo que nos dice el episodio de Numancia. Lo que no nos dice nada, efectivamente, es sobre Numancia en sí misma.
Aseguras que “todo relato histórico tiende también a ajustarse a un esquema predeterminado que lo condiciona, a veces hasta el extremo de deformarlo”. Añades más adelante que “esta es la razón por la que las narrativas nacionales se parecen tanto”. Y concluyes: “Cuando nos encontramos con que un universo de datos tan caótico como la historia repite siempre una pauta, podemos estar casi seguros de que estamos ante un fenómeno construido, en el sentido de que no refleja la realidad sino nuestras expectativas”. ¿Cómo funciona ese esquema predeterminado del que hablas, cómo llega a deformar la historia y por qué la historia es un reflejo de nuestras expectativas?
Para empezar, la historia es un género de escritura. No voy a decir un género literario, porque se puede prestar a malentendidos, pero es un género de escritura o, por lo menos, está compuesto por varios géneros. Cuando uno escribe historia escribe de determinada manera y dentro de unos moldes. Esos moldes hacen que esos relatos se acaben pareciendo mucho. Los historiadores se fijan nada más en determinados hechos que a nosotros nos interesan. A lo mejor no eran los que más interesaban a los que los vivieron pero para nosotros ahora son los más interesantes. Y claro, todos los historiadores de todo el mundo se fijan en las mismas cosas, las cuentan de una manera parecida, con una narrativa parecida, y las historias se acaban pareciendo mucho. Y la historia nacional, que es a la que se refiere esa parte del libro, los relatos nacionales, son muy parecidos porque todos cumplen la misma función de legitimar el Estado, de legitimar la idea de la nación. Es un tipo de historia que nació con el nacionalismo, porque toda historia nacional es nacionalista por definición, por esencia. Antes de eso había otros tipos de historia. El padre Flórez escribió una historia eclesiástica de España, toda la historia está centrada en qué hace o deja de hacer la iglesia. Hoy en día ya no se escriben ese tipo de historias o se escriben otras historias sectoriales. Por ejemplo, desde que existe el feminismo, la historia de las mujeres. Hay historias económicas… La historia nacional, como género, tiene esa finalidad de legitimar el Estado, la de hacer ver que los Estados que existen en el periodo de los Estados nación son antiguos, que tienen continuidad y, por lo tanto, tienen legitimidad, que su territorio legítimo es el máximo que ha llegado a tener en algún punto de la historia –lo cual es un problema porque eso hace que se solapen varios Estados a la vez-; todas esas cosas son las que se busca con la historia nacional. Y puesto que todas las historias nacionales buscan lo mismo también es otra razón por la que tienden a parecerse.
Si nos atenemos al relato dominante del nacionalismo español, a la historia canónica de España, ¿en qué medida se ha modificado el pasado para satisfacer unas expectativas?
Es curioso porque ya no se estudia la historia nacionalista. Es decir, el discurso nacionalista clásico de la historia, el que construyó (Ramón Menéndez) Pidal y luego se refinó, o más bien se distorsionó más durante el franquismo, ya no se estudia desde hace muchos años. Y sin embargo, a mí me parece un fenómeno interesante ver que es el que está presente, es la historia que la gente sabe. Los historiadores lo desprecian, consideran que es una visión trasnochada y superada de la historia, pero esa opinión no trasciende apenas a la gente de a pie. La historia que todavía le gusta y, si sabe algo de historia, la que conoce, es esa historia mítica. Yo creo que la razón es la de antes, que es una historia literaria, que está pensada para gustar, para convencer, para crear grandes ejemplos, grandes héroes, batallas… La gente, cuando habla de esa historia, habla casi como de un culebrón o de una película, de que si Alfonso VI dijo o hizo tal cosa… Todo eso son, por supuesto, fantasías, es literatura más que historia, pero esa es la historia que la gente sabe. Por tanto, no importa mucho que ya no se enseñe, que no haya un proyecto colectivo y deliberado de convertir eso en el imaginario histórico español porque ya lo es. Fue un éxito y no tan sólo a través de la enseñanza sino también a través de la pintura, del cine –cuyas imágenes históricas son consecuencia de la pintura histórica-, se ha creado una imagen histórica, una imagen del pasado español, que es muy nacionalista. Lo es también en los demás países. Y ya no importa que los historiadores serios, académicos, le nieguen validez. No importa porque ha tomado vida propia, ya es la manera en la que la gente entiende el pasado. Esa gente rechaza otra manera de entender la historia y además de una manera a veces beligerante. Por ejemplo, padres de alumnos piden que se vuelva a enseñar una historia cronológica de reyes y batallas, de hechos gloriosos, etcétera. Lo que están pidiendo es eso, que se vuelva a oficializar. ¡Por supuesto es imposible! Es la historia que saben, que les gusta y que además les parece que es el pasado de verdad y no esas cosas de los catedráticos que lo discuten todo, que ponen en cuestión glorias del pasado y nos hablan nada más de la economía. Ese tipo de debate, que nos parece ingenuo, revela que el discurso nacionalista de la historia ha tenido tanto éxito que incluso los propios historiadores no son capaces de cambiarlo por otro más científico, más riguroso.
Con Carlos V y con Felipe II “no estamos ante la historia de España, sino ante la de Europa”. Vamos, que nunca hemos sido gran cosa ni hemos jugado en la Champions imperial de la historia.
Esa parte sirve para entender que todo es una cuestión de perspectivas y que es un error proyectar las categorías del presente en el pasado y hablar de España. Ya en la Edad Media es absurdo, pero incluso en épocas más recientes. En la época de Carlos V hablar de España como hablamos hoy en día, como si fuera un Estado nación soberano, no tiene ningún sentido. La manera como entendía Carlos V sus posesiones era la de unas posesiones dinásticas, inmobiliarias, como unos territorios que pertenecían a su familia y de los cuales él era el propietario, nada más. No podemos hablar del Imperio español, era el Imperio Sacro Romano Germánico en el que Castilla y Aragón, no España en sí –que era más un concepto geográfico-, pero también el Milanesado, Flandes…, eran partes de ese imperio universal, de esa monarquía universal, que era en realidad como se le llamaba. Normalmente no se le llamaba siquiera imperio. Se utilizaba a veces el término, pero el preferido era siempre “monarquía universal”.
“La historia es un combate entre narrativas en conflicto en el que gana la que cuenta con más poder para imponerse”. Las demás versiones “se vuelven inverosímiles a fuerza de resultarnos poco familiares”. Resulta obvio que de la historia se utiliza hoy con el propósito de refrendar y reforzar idearios propios y debilitar ajenos. Los diferentes nacionalismos españoles hacen en ese sentido un uso utilitarista de la historia. ¿Alguno de esos relatos está libre de sospecha?
No, realmente no, porque un relato nacional, un relato nacionalista, parte ya de una premisa que es abusiva: la idea de que los protagonistas de la historia son las naciones. Ya sólo esa idea en sí misma es anacrónica para la mayor parte de la historia, para cualquier periodo anterior por lo menos al siglo XVIII e incluso al XIX. Hablar de naciones antes de ese periodo es incurrir en un anacronismo. La idea de que hay un hilo que nos conecta con un pasado tan remoto, como puede ser la Edad Media, es una idea absurda, es una fantasía, no tiene nada que ver con la realidad. Por supuesto que estamos condicionados por el pasado, pero no de la misma manera que por un pasado reciente, por el pasado de la Transición o incluso de la Guerra Civil. Pero cuando nos vamos más atrás es absurdo pensar que nos puede haber condicionado algo que sucediera en el siglo XVIII, XVII, XVI, XII, XIII… Y pensar que de los íberos o de los celtas o de lo que fuera, nosotros tenemos algo; que el que fueran de una manera u otra o que ocuparan un terreno u otro nos condiciona en algo es una idea disparatada, es realmente una locura. Lo gracioso es que es una locura verosímil para la mayor parte de la gente y hay personas que dicen que el carácter español es el carácter de Viriato y que los gallegos somos como somos porque los celtas… Ese tipo de cosas que son un poco de chiste, pero que están realmente muy extendidas, es realmente como la gente ve la historia. La ve como una cárcel, como una condena, parece que uno está condenado a ser lo que fueron sus antepasados. Y es una idea que los políticos refuerzan y los historiadores a veces también con una retórica, que es retórica, que muchas veces no lo dicen completamente en serio pero que, al final, a base de decirlo, la gente se lo acaba creyendo. Esa idea de que somos los que fuimos, de que nuestro presente es incomprensible si no comprendemos nuestro pasado y ese pasado al que se refieren es el siglo XII o el XIII. Es un disparate, primero porque ha pasado muchísimo tiempo. Segundo, porque era un mundo diferente al nuestro. Y tercero, porque no lo conocemos tanto como para saber cómo era exactamente. Siempre será una cuestión de discusiones, de opiniones. En cada generación los historiadores revisan el pasado, lo que quiere decir que no hay una imagen fija de ese pasado.
Cuanto más detallado y detallista es un documento, más sospechoso resulta. Parece un contrasentido.
Sí, parece un contrasentido pero no es exactamente que cuanto más detallado es sino que, el fenómeno de la paradoja del detalle, a lo que se refiere es a que conforme va pasando el tiempo, y sin que aparezcan otros documentos, otros datos, se observa este fenómeno curioso, en la Edad Media sobre todo, de que el relato se va adornando con detalles nuevos que evidentemente no salen de ningún lado más que de la imaginación o porque se contagian de otro texto o lo que sea, pero está claro que no es que alguien en el siglo XV sepa más que alguien en el siglo XII. Si no hay documentos de por medio no se puede saber más. ¿Por qué se va haciendo más detallado? Por lo mismo que cuando a nosotros nos cuentan un rumor. Nosotros lo transmitimos, lo adornamos para hacerlo más interesante y esa persona a la que se lo contamos vuelve a adornarlo también, vuelve a añadirle detalles. Eso sucede mucho en la actualidad con el periodismo, no hay que irse necesariamente a la Edad Media. En el periodismo actual una noticia a veces se adorna con hipótesis, aclarando que son hipótesis, pero en la siguiente transmisión la idea de que son hipótesis desaparece y eso ya se incorpora a los datos, se convierte en parte de las noticias. Muchas noticias que vemos todos los días en la televisión, en los periódicos, contienen ese elemento de leyenda urbana que, naturalmente, los buenos periodistas procuran evitar y muchas veces consiguen desmentir pero el problema -y esto vale para el rumor, para la leyenda urbana, para el periodismo- es que el rumor siempre se expande más rápidamente que la noticia porque es más interesante, tiene más elementos que llaman la atención del público.
Una historia más seria, más certera, quizá sería una historia menos interesante para el público…
Sí, de hecho así es. La historia más científica, la más académica, la más rigurosa, es minoritaria, no sale realmente de un ámbito muy reducido de especialistas y eso es, en gran parte, porque es difícil de leer, es muy seca, no tiene esos elementos narrativos o muy pocos de esos que llaman la atención de la gente. De hecho, es muy significativo que, cuando se escribe divulgación histórica, se insiste mucho en que se haga divertida la historia. Porque, efectivamente, la historia en crudo, la historia más científica, es aburrida para la mayor parte de la gente, sólo es interesante para los especialistas.
La historia de Pelayo y la ‘batalla de Covadonga’ es un cuento moral de redención con analogías en la Biblia y en las vidas de santos. El relato de la transformación de la península en reino musulmán está configurado con “leyendas creadas a partir de leyendas”. El asedio de Numancia es “un calco del episodio anterior de Sagunto” y el relato del suicidio de todo un pueblo ante el cerco de los invasores es el mismo que el del asedio romano de Masada y otros semejantes. Supongamos que todo son leyendas y cuentos morales. Esas leyendas, esos cuentos morales, ¿qué nos dicen del pasado? ¿Nos ayudan en algo a descifrarlo?
Sí nos ayudan pero hay que entender qué uso les podemos dar. La historia de Numancia no nos dice nada sobre lo que ocurrió en Numancia. A lo mejor Numancia fue destruida en una batalla, pero evidentemente no fue destruida de la manera que cuenta Tito Livio, como conocemos en la historia convencional, tradicional, del asedio de Numancia. Pero, en cambio, para un historiador de Roma sí es interesante ver el hecho de que ese cliché se repita en la historiografía romana. Nos dice algo sobre los romanos, no nos dice nada sobre los celtíberos, pero sí nos dice que los romanos tenían, vamos a decir, esa fantasía, que quizás es bastante transparente, fácil de entender. Significaba que los bárbaros eran valientes y por tanto para Roma tenía mérito derrotarlos, no era una cosa fácil. Por otra parte, en cambio, decía que su valor era muy grande pero que era un valor irracional, absurdo, no era racional como el de los romanos y, por lo tanto, en el fondo eran bárbaros, no eran tan civilizados como los romanos. ¡Eso es lo que quiere decir la historia de Masada y la historia de Numancia! Eso y que es una buena historia y que Tito Livio quería que le leyeran y que le leyeran con interés, por lo que tenía que darle gracia a sus relatos. Y además tenía que contar algo, porque hay que pensar que sabían muy poco de las cosas que ocurrían. No era fácil conseguir información. Y además no importaba. De la misma manera que hoy en día un guionista de cine histórico te dirá: “Sí, tenía documentación muy precisa sobre cómo fue esta batalla, pero tal y como estaba no era lo suficientemente espectacular, la hemos hecho más todavía”. Pues igual que hacemos nosotros ahora hacía Tito Livio. Eso es lo que nos dice el episodio de Numancia. Lo que no nos dice nada, efectivamente, es sobre Numancia en sí misma.
Aseguras que “todo relato histórico tiende también a ajustarse a un esquema predeterminado que lo condiciona, a veces hasta el extremo de deformarlo”. Añades más adelante que “esta es la razón por la que las narrativas nacionales se parecen tanto”. Y concluyes: “Cuando nos encontramos con que un universo de datos tan caótico como la historia repite siempre una pauta, podemos estar casi seguros de que estamos ante un fenómeno construido, en el sentido de que no refleja la realidad sino nuestras expectativas”. ¿Cómo funciona ese esquema predeterminado del que hablas, cómo llega a deformar la historia y por qué la historia es un reflejo de nuestras expectativas?
Para empezar, la historia es un género de escritura. No voy a decir un género literario, porque se puede prestar a malentendidos, pero es un género de escritura o, por lo menos, está compuesto por varios géneros. Cuando uno escribe historia escribe de determinada manera y dentro de unos moldes. Esos moldes hacen que esos relatos se acaben pareciendo mucho. Los historiadores se fijan nada más en determinados hechos que a nosotros nos interesan. A lo mejor no eran los que más interesaban a los que los vivieron pero para nosotros ahora son los más interesantes. Y claro, todos los historiadores de todo el mundo se fijan en las mismas cosas, las cuentan de una manera parecida, con una narrativa parecida, y las historias se acaban pareciendo mucho. Y la historia nacional, que es a la que se refiere esa parte del libro, los relatos nacionales, son muy parecidos porque todos cumplen la misma función de legitimar el Estado, de legitimar la idea de la nación. Es un tipo de historia que nació con el nacionalismo, porque toda historia nacional es nacionalista por definición, por esencia. Antes de eso había otros tipos de historia. El padre Flórez escribió una historia eclesiástica de España, toda la historia está centrada en qué hace o deja de hacer la iglesia. Hoy en día ya no se escriben ese tipo de historias o se escriben otras historias sectoriales. Por ejemplo, desde que existe el feminismo, la historia de las mujeres. Hay historias económicas… La historia nacional, como género, tiene esa finalidad de legitimar el Estado, la de hacer ver que los Estados que existen en el periodo de los Estados nación son antiguos, que tienen continuidad y, por lo tanto, tienen legitimidad, que su territorio legítimo es el máximo que ha llegado a tener en algún punto de la historia –lo cual es un problema porque eso hace que se solapen varios Estados a la vez-; todas esas cosas son las que se busca con la historia nacional. Y puesto que todas las historias nacionales buscan lo mismo también es otra razón por la que tienden a parecerse.
Si nos atenemos al relato dominante del nacionalismo español, a la historia canónica de España, ¿en qué medida se ha modificado el pasado para satisfacer unas expectativas?
Es curioso porque ya no se estudia la historia nacionalista. Es decir, el discurso nacionalista clásico de la historia, el que construyó (Ramón Menéndez) Pidal y luego se refinó, o más bien se distorsionó más durante el franquismo, ya no se estudia desde hace muchos años. Y sin embargo, a mí me parece un fenómeno interesante ver que es el que está presente, es la historia que la gente sabe. Los historiadores lo desprecian, consideran que es una visión trasnochada y superada de la historia, pero esa opinión no trasciende apenas a la gente de a pie. La historia que todavía le gusta y, si sabe algo de historia, la que conoce, es esa historia mítica. Yo creo que la razón es la de antes, que es una historia literaria, que está pensada para gustar, para convencer, para crear grandes ejemplos, grandes héroes, batallas… La gente, cuando habla de esa historia, habla casi como de un culebrón o de una película, de que si Alfonso VI dijo o hizo tal cosa… Todo eso son, por supuesto, fantasías, es literatura más que historia, pero esa es la historia que la gente sabe. Por tanto, no importa mucho que ya no se enseñe, que no haya un proyecto colectivo y deliberado de convertir eso en el imaginario histórico español porque ya lo es. Fue un éxito y no tan sólo a través de la enseñanza sino también a través de la pintura, del cine –cuyas imágenes históricas son consecuencia de la pintura histórica-, se ha creado una imagen histórica, una imagen del pasado español, que es muy nacionalista. Lo es también en los demás países. Y ya no importa que los historiadores serios, académicos, le nieguen validez. No importa porque ha tomado vida propia, ya es la manera en la que la gente entiende el pasado. Esa gente rechaza otra manera de entender la historia y además de una manera a veces beligerante. Por ejemplo, padres de alumnos piden que se vuelva a enseñar una historia cronológica de reyes y batallas, de hechos gloriosos, etcétera. Lo que están pidiendo es eso, que se vuelva a oficializar. ¡Por supuesto es imposible! Es la historia que saben, que les gusta y que además les parece que es el pasado de verdad y no esas cosas de los catedráticos que lo discuten todo, que ponen en cuestión glorias del pasado y nos hablan nada más de la economía. Ese tipo de debate, que nos parece ingenuo, revela que el discurso nacionalista de la historia ha tenido tanto éxito que incluso los propios historiadores no son capaces de cambiarlo por otro más científico, más riguroso.
Con Carlos V y con Felipe II “no estamos ante la historia de España, sino ante la de Europa”. Vamos, que nunca hemos sido gran cosa ni hemos jugado en la Champions imperial de la historia.
Esa parte sirve para entender que todo es una cuestión de perspectivas y que es un error proyectar las categorías del presente en el pasado y hablar de España. Ya en la Edad Media es absurdo, pero incluso en épocas más recientes. En la época de Carlos V hablar de España como hablamos hoy en día, como si fuera un Estado nación soberano, no tiene ningún sentido. La manera como entendía Carlos V sus posesiones era la de unas posesiones dinásticas, inmobiliarias, como unos territorios que pertenecían a su familia y de los cuales él era el propietario, nada más. No podemos hablar del Imperio español, era el Imperio Sacro Romano Germánico en el que Castilla y Aragón, no España en sí –que era más un concepto geográfico-, pero también el Milanesado, Flandes…, eran partes de ese imperio universal, de esa monarquía universal, que era en realidad como se le llamaba. Normalmente no se le llamaba siquiera imperio. Se utilizaba a veces el término, pero el preferido era siempre “monarquía universal”.
“La historia es un combate entre narrativas en conflicto en el que gana la que cuenta con más poder para imponerse”. Las demás versiones “se vuelven inverosímiles a fuerza de resultarnos poco familiares”. Resulta obvio que de la historia se utiliza hoy con el propósito de refrendar y reforzar idearios propios y debilitar ajenos. Los diferentes nacionalismos españoles hacen en ese sentido un uso utilitarista de la historia. ¿Alguno de esos relatos está libre de sospecha?
No, realmente no, porque un relato nacional, un relato nacionalista, parte ya de una premisa que es abusiva: la idea de que los protagonistas de la historia son las naciones. Ya sólo esa idea en sí misma es anacrónica para la mayor parte de la historia, para cualquier periodo anterior por lo menos al siglo XVIII e incluso al XIX. Hablar de naciones antes de ese periodo es incurrir en un anacronismo. La idea de que hay un hilo que nos conecta con un pasado tan remoto, como puede ser la Edad Media, es una idea absurda, es una fantasía, no tiene nada que ver con la realidad. Por supuesto que estamos condicionados por el pasado, pero no de la misma manera que por un pasado reciente, por el pasado de la Transición o incluso de la Guerra Civil. Pero cuando nos vamos más atrás es absurdo pensar que nos puede haber condicionado algo que sucediera en el siglo XVIII, XVII, XVI, XII, XIII… Y pensar que de los íberos o de los celtas o de lo que fuera, nosotros tenemos algo; que el que fueran de una manera u otra o que ocuparan un terreno u otro nos condiciona en algo es una idea disparatada, es realmente una locura. Lo gracioso es que es una locura verosímil para la mayor parte de la gente y hay personas que dicen que el carácter español es el carácter de Viriato y que los gallegos somos como somos porque los celtas… Ese tipo de cosas que son un poco de chiste, pero que están realmente muy extendidas, es realmente como la gente ve la historia. La ve como una cárcel, como una condena, parece que uno está condenado a ser lo que fueron sus antepasados. Y es una idea que los políticos refuerzan y los historiadores a veces también con una retórica, que es retórica, que muchas veces no lo dicen completamente en serio pero que, al final, a base de decirlo, la gente se lo acaba creyendo. Esa idea de que somos los que fuimos, de que nuestro presente es incomprensible si no comprendemos nuestro pasado y ese pasado al que se refieren es el siglo XII o el XIII. Es un disparate, primero porque ha pasado muchísimo tiempo. Segundo, porque era un mundo diferente al nuestro. Y tercero, porque no lo conocemos tanto como para saber cómo era exactamente. Siempre será una cuestión de discusiones, de opiniones. En cada generación los historiadores revisan el pasado, lo que quiere decir que no hay una imagen fija de ese pasado.
Es decir, de ‘La cárcel identitaria’ de Eugenio García Gascón a la cárcel de la historia en la que vivimos con estos relatos interesados.
Sí, efectivamente. Es una cárcel para muchos gozosa porque hay mucha gente que disfruta imaginando que está conectada con ese pasado. Pero yo creo que ese tipo de creencias hacen más mal que bien. Hay determinadas personas que por su carácter, por su manera de ser, se sienten atraídas por esta nostalgia del pasado. Por otra parte es un escapismo, una sensación trascendente ponerse a pensar que uno tiene que ver con el mundo del siglo XVI, es una forma de escapismo.
La historia como asignatura académica. Un arma muy golosa para tratar de configurar un ideario en mentes en formación. ¿Cómo debería enfocarse esta asignatura y cómo se enfoca a día de hoy en España?
Hay una paradoja y es que la enseñanza de la historia nació en el contexto del nacionalismo del siglo XIX y nació para ser una enseñanza nacionalista, la enseñanza nacionalista por antonomasia. Nació para educar al ciudadano en los valores de la patria. Eso lo dicen literalmente los manuales de historia de la época y a todo el mundo le parecía lo más lógico porque, además, como el nacionalismo, en gran medida, fue un sustituto de la religión, se veía como algo sagrado, algo indiscutible, que la historia era eso y no tenía que ser ninguna otra cosa. Cuando ha remitido la forma más radical de ese nacionalismo, de ese estatalismo, los historiadores -por ejemplo en España ya en los años setenta- sustituyeron en la enseñanza esa historia nacionalista por otra muy distinta, más crítica, más reflexiva, que tiene en cuenta la economía, la sociedad, que no estudia exactamente las naciones sino también las clases sociales, otro tipo de grupos, etcétera. ¿Cuál es el problema? Que, como decíamos antes, esa historia no gusta. Gusta a muy pocos, a los que al final acaban siendo historiadores. La mayor parte de la gente la rechaza. ¿Qué ha ocurrido? Que esa historia nacionalista se ha refugiado en el cine, en la televisión, en la literatura, y ahí es donde se consume y donde se aprende mientras que la historia que se enseña en el sistema de enseñanza se queda como una materia un tanto abstrusa que no tiene mucho impacto en la manera en cómo la gente ve después el pasado. ¿Qué se podría hacer? No tengo ni idea. Lo único que puedo hacer es constatar el hecho de que es así, de que hay esa dicotomía y de que pasan los años y las décadas y no se ha resuelto nunca del todo. La historia que se enseña sigue siendo muy criticada por los alumnos, por los padres, de vez en cuando incluso los gobiernos –sobre todo los partidos conservadores- entran en un debate populista diciendo que, efectivamente, hay que volver a hacer una historia más patriótica que eduque ciudadanos. No sé qué se podría hacer porque lo cierto es que la historia es así, la historia científica no tiene la misma capacidad de fascinar a todo el mundo como la tiene la historia mítica.
Acabas de mencionarlos, el cine y televisión. Comentas en el libro que estas series y estas películas se nutren en su ideario visual de la pintura de historia del siglo XIX que, en su detallismo, está plagada de errores o modifica situaciones históricas al servicio del interés político y moral del momento en que fueron realizadas. ¿En qué medida películas y series de televisión son -no sé si con comillas o no- cómplices en la consolidación y privilegio de una narrativa histórica?
Yo no diría que son cómplices. Tiendo a ser lo más objetivo posible al analizar el fenómeno. Me parece que, para empezar, el anacronismo es inevitable. Es imposible imaginar y reflejar el pasado con rigor, con exactitud. Se puede ser más o menos riguroso pero ser completamente riguroso es imposible, porque hay barreras que hacen insalvable recuperar el pasado. Cuando uno hace ficción histórica, series de televisión y cine, tiene que saber y sabe que lo que está haciendo es un espectáculo de televisión moderno, que tiene elementos de la historia pero que no es nunca la historia. No puede serlo. Son las reglas del juego en cuanto a la ficción histórica, es inevitable. Luego, en cuanto al tipo de discurso que promueve, pues sí. Es un discurso que es obsoleto. Lo que pasa es que no es fácil hacer otra cosa porque eso es lo que el público exige. Y en el mundo del espectáculo es en esa dirección en la que van las exigencias. El público exige determinadas cosas. Se han hecho experimentos de ofrecer otro tipo de visión histórica. El regreso de Martin Guerre, aquella película de los años 80, estaba hecha con mucho cuidado para reproducir exactamente la época. Hay algunos experimentos pero, en general, lo que acaba triunfando es la sal gruesa, el brochazo gordo. Es inevitable, es lo que a la gente le gusta. No creo tanto que se pueda culpar a los medios de comunicación como al hecho de que es así, de que a la gente le gustan las historias. Y de la misma manera que los griegos tenían historia pero también tenían mitología -y la gente prefería la mitología, evidentemente-, sucede lo mismo ahora, tenemos una historia más bien académica con todos sus problemas y todas sus dificultades, y tenemos una historia mítica. La gente en general prefiere la historia mítica y la busca. Y eso hace que mucha gente la escriba y de ahí el éxito enorme de las novelas históricas, que además ha sido un boom en los últimos veinte años en España. Es quizás el género literario con más crecimiento en estos últimos años. Está claro que hay una demanda, a nadie le obligan a comprar esos libros. Se podría pensar que lo que muestran en televisión no tiene muchas alternativas, pero en cambio esos libros la gente los compra, le gustan, disfruta con ellos. Yo, sinceramente, no lo entiendo. A mí me parecen impostados pero a la gente le gusta, le apasiona esa fantasía del pasado, escapista, que presenta, además, un pasado a la medida de la gente, en el que sólo hay heroísmo, no hay enfermedades. Es eso, es una fantasía escapista.
El ministro Montoro decía en ‘El País’ que la serie ‘Isabel’ le parece “extraordinaria”. ¿Debería extrañarnos su opinión?
Yo no entiendo muy bien exactamente a qué se refieren cuando se dice que es rigurosa. Es una serie que sigue, al pie de la letra prácticamente, las crónicas. Si se refieren a eso -y yo creo que es a lo que se refieren-, sí, efectivamente, sigue al pie de la letra varias de las crónicas de la época de la reina Isabel. Lo que pasa es que esas crónicas eran propaganda, entonces lo que sigue al pie de la letra es la propaganda de la época. Eso en cuanto al discurso que se cuenta. Por otro lado, el vestuario es un vestuario magnífico, es muy bonito, está muy bien hecho, está copiado de pintura de la época, etcétera. Pero ocurre que, claro, si uno va a los detalles, lo que piensa es: ¿sabemos si realmente usaban este vestuario? Porque el hecho de que aparezca en las pinturas de la época no quiere decir que ese fuera el vestuario que utilizaban. Pensemos que tenemos un montón de fotografías de principios del siglo XX en Galicia de campesinos gallegos vestidos de traje. Un arqueólogo del futuro, que no supiera más que eso, podría pensar que así era como vestían los campesinos gallegos en esa época. La realidad es que se vestían así para hacerse la foto. De hecho los trajes eran alquilados, los alquilaban los propios fotógrafos. Ese tipo de detalles sobre la imagen del pasado a veces se nos escapan. Cada vez sabemos más pero cada vez nos hacemos más preguntas, cada vez hay cosas que nos suscitan dudas. Por eso decía que el rigor absoluto es imposible y yo diría que en la serie Isabel, como en otras series históricas que se hacen ahora, si se dice que son rigurosas es porque eso es un valor de las producciones, porque se considera que deben serlo. Pero los personajes hablan como hoy en día con algunas pinceladas de anacronismos, porque si hablaran como se hablaba en la época sería incomprensible y aburrido. Lo que decíamos antes, que reproducir el pasado con exactitud es siempre imposible. Por supuesto se puede hacer mejor y peor. En Televisión Española, donde ponen Isabel, ponen también Águila Roja, que es exactamente el ejemplo contrario. Una serie en la que deliberadamente renuncian al realismo histórico. Ya ni siquiera lo intentan. Al contrario, se enorgullecen de incurrir en anacronismos para que el espectador no se distancie, para que se sienta cómodo siempre viendo todo lo que ve, para que nada le distancie. Es otra manera de verlo. Las dos, en mi opinión, son dos impostaciones pero de distinto tipo.
Antonio Muñoz Molina advertía, en lo que bautizó como ‘Pasados interactivos’, del riesgo de las “ficciones sentimentales” que hacen más llevadera la historia en casos como las películas ‘La vida es bella’ o ‘El niño con el pijama de rayas’; también advertía del riesgo de esos “relatos maleables” en películas como ‘Malditos bastardos’, de Tarantino, en la que Hitler moría ametrallado en un cine de París y que, por lo tanto, modifican y juegan a su antojo con la historia.
¿Es peligrosa la
distorsión de la historia al servicio de un entretenimiento de masas
como el cine?
Yo creo que no. Tiendo a ser bastante benévolo con el cine, con la literatura, y su influencia en la gente. Quizás porque como soy de los que lo escriben me conviene decir eso, pero también porque sinceramente es lo que veo. Creo que la influencia de los medios de comunicación no es tan grande como pensamos, que tendemos a exagerarla. Esas películas que utilizan la historia sí tienen algo de malo y es que consiguen que la gente no entienda la historia, no entienda el pasado y lo imagine en forma de clichés. Pero nada más que eso, tampoco pienso que sea algo tan terrible. Porque realmente la idea que da Tarantino sobre los nazis es un disparate, es completa e intencionadamente estrambótica y absurda, pero lo mismo se puede decir de muchas otras series y películas que tratan de ese periodo y pretenden ser serias. Porque la realidad es que al final siempre se proyecta el presente en el pasado. En otras series que hay sobre el mismo tema de los nazis, lo que hacemos, desde la ideología de hoy en día, lo que sabemos ahora de los nazis, lo proyectamos entonces. En aquella época, en cambio, la realidad era muy distinta, los parámetros eran otros. Por ejemplo, ahora se imagina a los conservadores alemanes hostiles al nazismo porque ahora los cristianodemócratas lo son. En la época eran simpatizantes. Todas las personas de derechas del mundo simpatizaban con el nazismo. Esa es una modificación que vemos. O presentamos a las víctimas de los nazis como personas de clase media y la mayor parte de la gente era muy pobre, la mayor parte de las víctimas de los campos eran gente muy pobre y, en cambio, en el cine americano se los refleja como la típica familia americana. Y así sucesivamente. Proyectamos el presente en el pasado, por lo que si hay algo malo en ellas es algo que hay malo en nuestro presente. Tampoco es culpa de la historia ni es culpa del reflejo que se hace de ella.
Otras formas de entretenimiento y a la vez de conformación de un ideario:
Yo creo que no. Tiendo a ser bastante benévolo con el cine, con la literatura, y su influencia en la gente. Quizás porque como soy de los que lo escriben me conviene decir eso, pero también porque sinceramente es lo que veo. Creo que la influencia de los medios de comunicación no es tan grande como pensamos, que tendemos a exagerarla. Esas películas que utilizan la historia sí tienen algo de malo y es que consiguen que la gente no entienda la historia, no entienda el pasado y lo imagine en forma de clichés. Pero nada más que eso, tampoco pienso que sea algo tan terrible. Porque realmente la idea que da Tarantino sobre los nazis es un disparate, es completa e intencionadamente estrambótica y absurda, pero lo mismo se puede decir de muchas otras series y películas que tratan de ese periodo y pretenden ser serias. Porque la realidad es que al final siempre se proyecta el presente en el pasado. En otras series que hay sobre el mismo tema de los nazis, lo que hacemos, desde la ideología de hoy en día, lo que sabemos ahora de los nazis, lo proyectamos entonces. En aquella época, en cambio, la realidad era muy distinta, los parámetros eran otros. Por ejemplo, ahora se imagina a los conservadores alemanes hostiles al nazismo porque ahora los cristianodemócratas lo son. En la época eran simpatizantes. Todas las personas de derechas del mundo simpatizaban con el nazismo. Esa es una modificación que vemos. O presentamos a las víctimas de los nazis como personas de clase media y la mayor parte de la gente era muy pobre, la mayor parte de las víctimas de los campos eran gente muy pobre y, en cambio, en el cine americano se los refleja como la típica familia americana. Y así sucesivamente. Proyectamos el presente en el pasado, por lo que si hay algo malo en ellas es algo que hay malo en nuestro presente. Tampoco es culpa de la historia ni es culpa del reflejo que se hace de ella.
Otras formas de entretenimiento y a la vez de conformación de un ideario:
las conmemoraciones con sus recreaciones (este mismo fin de
semana pasado en Pamplona se recreaban las batallas de la “liberación”
de la ciudad en 1813);
las rutas que dicen seguir el rastro de un
personaje histórico (como las del Cid o el Quijote); los lugares que se
procuran escenarios de un hecho histórico (sean estos mitológicos o
demostradamente falsos), etcétera.
La vivencia directa de la historia se
empieza a parecer, no sé si peligrosamente, a un parque temático.
Sí, es que es un parque temático y los parques temáticos son herederos de este tipo de rutas. A mí lo que me interesa del fenómeno es esa fascinación que despierta, ese fetichismo de la historia, por los lugares…
Las mismas calles que pisó Jesucristo, el mismo camino que tomó
tal personaje de la historia. Ese tipo de fascinación fetichista es lo
que a mí me fascina, lo que me parece curioso. Y sobre todo me parece
curioso que cuando uno explica los problemas que tienen ese tipo de
cosas, las incoherencias que hay, la gente se lo toma mal, muy mal. Para
la gente es muy importante que eso sea real. Creo que la razón es que
establecemos de manera instintiva esa conexión con el pasado.
Es una
conexión muy fuerte, en cierto modo lógica porque todos necesitamos
sentir una continuidad de nuestra vida con el pasado y con el futuro,
pero a veces llega a ser insana cuando uno le da una importancia
excesiva, que es quizá la conclusión de todo el libro: que no se le
puede dar tanta importancia a la historia como se le da, que no es tan
extremadamente importante y que esa idea de la importancia de la
historia viene de cuando apareció como una religión del Estado, como un
sustitutivo de la religión.
Así que tu libro se dirige a una sociedad teóricamente reacia a entender, a admitir, lo que cuentas en él.
Así que tu libro se dirige a una sociedad teóricamente reacia a entender, a admitir, lo que cuentas en él.
Sí, esa es la cuestión, cómo explicarle algo a alguien que en principio no está predispuesto a aceptarlo o a creerlo. La manera en cómo lo he hecho es intentando mostrar que, primero, es un hecho universal, no es algo que sea culpa de nadie en particular, que es algo que forma parte de la mente humana, de la manera en cómo nos relacionamos con el pasado, con las ideas, etcétera. Hacer verlo y explicarlo sin esforzarme mucho en juzgarlo, porque tampoco soy ningún juez de nada. Y después, que a mí personalmente me interesa el fenómeno, el por qué es así. No tanto cuáles son las consecuencias o cómo se podría cambiar. En ese sentido no soy un activista de la historia, yo mismo no propongo ninguna alternativa. No sé si la hay, yo creo que no.
En ese sentido soy bastante pesimista, creo que la historia responde a
algo que hay profundo en el ser humano. Pero sí pienso que hay que ser
consciente de lo que es para no utilizarla mal, para que no tenga
efectos nocivos, que puede llegar a tenerlos. Yo no diría que por sí
misma la historia puede ser nociva. Yo no creo que haya ninguna guerra
que estalle por razones históricas. Es más bien al revés. Cuando una
guerra, un conflicto, estalla… Bueno, no hace falta una guerra. Cuando
un conflicto político, se llama a la historia como testigo y en apoyo de
la propia argumentación, pero incluso eso se debería de poder evitar si
uno relativiza el valor y la importancia de la historia.
Sobre el autor
Carlos Pérez Cruz
Carlos Pérez Cruz, músico y periodista. Desde 2001 dirige el programa ‘Club de Jazz’, a su vez sección de ‘Carne Cruda 2.0’ que dirige Javier Gallego en la Cadena SER (antes en RNE3). Colabora con Radio Vitoria (EiTB) y la revista ‘Cuadernos de Jazz’. Desde 2012 mantiene el blog/podcast ‘Todos los caminos están cerrados’, dedicado a los Territorios Ocupados de Palestina.
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Carlos Pérez Cruz, músico y periodista. Desde 2001 dirige el programa ‘Club de Jazz’, a su vez sección de ‘Carne Cruda 2.0’ que dirige Javier Gallego en la Cadena SER (antes en RNE3). Colabora con Radio Vitoria (EiTB) y la revista ‘Cuadernos de Jazz’. Desde 2012 mantiene el blog/podcast ‘Todos los caminos están cerrados’, dedicado a los Territorios Ocupados de Palestina.
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Miguel-Anxo Murado, sobre la invención de nuestro pasado
ricardo garcía cárcel @ABC_Cultural
Día 21/11/2013 - 18.45h
Nuestra Historia incluye tópicos insostenibles desde una óptica científica. Miguel-Anxo Murado, autor de «Otra idea de Galicia», se centra en la España medieval y bucea en mitos y clichés para ilustrar «La invención del pasado»
Desde el ya clásico libro de Julio Caro Baroja sobre las
falsificaciones históricas (1992) se han escrito no pocas obras
dedicadas a cuestionar los fundamentos míticos del discurso oficial de
la Historia de España. El concepto de «invención de la tradición»
acuñado por Hobsbawm y Ranger se ha institucionalizado en nuestro país.
Ciertamente, hay muchos mitos en la Historia de España, mitos entendidos
como distorsiones interesadas de la realidad,
construidas al servicio de unos determinados intereses ideológicos o de
otra naturaleza. La Historia tradicional de España plantea multitud de
tópicos y agujeros negros repetidos hasta la saciedad y difícilmente
sostenibles desde una óptica científica.
El vendaval desmitificador, momentáneamente, lo cierra el libro del joven historiador gallego Miguel-Anxo Murado, autor de «Otra idea de Galicia». Su último ensayo se
centra prioritariamente en la España medieval y desde luego busca
demostrar los usos políticos y mediáticos de la Historia, la arqueología
tramposa de muchos relatos, los problemas de acceso a la verdad que
aspira a alcanzar el historiador.
Hay una repetición de clichés que proceden de la «Biblia» o de la literatura
Repetición de clichés
Después denuncia las repeticiones y analogías (anécdotas
clónicas) que existen en la construcción de mitos tan operativos como la
defensa de Numancia, la quema de naves de Cortés o frases arquetípicas
como la de Felipe II tras el fracaso de la Gran Armada.
Detrás de estos relatos se demuestra que hay una repetición de clichés
que proceden de la «Biblia» o de la literatura clásica grecolatina,
adaptados para la ocasión.
Su desmitificación alcanza al significado de restos arqueológicos
Demuestra tener auténtica obsesión por Menéndez Pidal como
el gran arquitecto del discurso histórico español. Incluso denuncia los
vínculos de la arqueología goticista con el nazismo y pone en solfa el mito del crisol de las tres culturastan castrista. Su descalificación de la película del Cid rodada en Peñíscola es implacable.
La Tizona del Cid
Muy interesantes son las observaciones acerca de la
visualización del relato en las pinturas históricas del siglo XIX y en
el cine histórico. El cruzamiento del canon iconográfico con el discurso
histórico hace que realidad e imaginario no tengan las fronteras bien
delimitadas. Se demuestra el falso realismo de cuadros como la rendición
de Breda o los fusilamientos de Goya.
Me habría gustado que aplicara su fino análisis al nacionalismo periférico
El libro de Murado se lee con auténtica delectación. Solo
desearía destacar que me hubiera gustado que aplicara su fino análisis
crítico a los mitos que los llamados nacionalismos periféricos han
ido construyendo y que tenga en cuenta que más allá de tanta distorsión
falsificadora y manipuladora existe una Historia crítica científica y
veraz, que hemos de reivindicar. El libro puede hacer pensar que toda la
Historia de España es una pura invención y, desde luego, no es así.
--
Miguel-Anxo
Murado en su La invención del pasado
(Ed. Debate), pone en duda ante el lector muchos de los mitos históricos que
generalmente se dan por válidos e incluso forman parte del pasado aceptado de
los españoles. Y lo hace vehementemente:
“El escepticismo es también un conocimiento. Puesto que la historia es algo natural e instintivo, una carga que estamos obligados a llevar, queramos o no, es importante saber quitarle importancia para que no nos aplaste. Junto a la imaginación, ese escepticismo ha sido siempre una de las herramientas de los historiadores. Lo único que falta es que la utilicen también los lectores.” Comienzo por su conclusión, da una buena idea de lo que es un libro que sabe llegar a cualquier lector no necesariamente habituado a la lectura histórica.
Y es que ya desde las primeras páginas Murado recupera a autores entre tantos que en su día fueron tan polémicos como Ignacio Olagüe que en los setenta argumentó magistralmente la imposibilidad de que en el 711 se produjera una invasión ni árabe ni musulmana e iba más allá sosteniendo que, en realidad se habría tratado de una sustitución de la casta gobernante en la Península Ibérica desde el más desarrollado culturalmente norte de África, que ello explicaría la rapidez y la ausencia de resistencia a este hecho, entre otras cosas porque ni tan siquiera habría habido un cambio forzoso religioso, que este habría llegado más adelante por la vía del proselitismo por parte de predicadores y comerciantes. Quizá ello explique que no exista texto alguno contemporáneo al 711 que cite invasión árabe alguna de la Península, tampoco de cronistas musulmanes o europeos de la época. ¿No resulta extraño en uno de los hechos fundamentales del imaginario histórico de los españoles? Y disculpen que me haya extendido en esta cuestión, pero aquel La revolución islámica en Occidente, tuvo una notable repercusión en quienes aprendimos a tratar la historia con el escepticismo que propone Murado.
Pero esperen, que casi todo lo que sabemos del Reino de Asturias (718-925) lo tenemos a través de los textos realizados en el siglo XII por el Obispo Pelayo de Oviedo, que tanto interés puso en inventar un pasado de siglos atrás molestándose hasta en imitar la caligrafía visigoda para hacerlos pasar por más antiguos. Ya ven, ateniéndose a la documentación real, podríamos poner en duda la misma existencia del Reino de Asturias.
Por entonces, a mediados del siglo XII, Alfonso VIII reina en la emergente Castilla y requiere un pasado legitimador que se encargará de hacer otro obispo, en este caso Ximénez de Rada, que imitando la que con ese fin había realizado su similar Lucas de Tui para entroncar la monarquía leonesa con la asturiana, no será diferente a las crónicas inventadas de Navarra, Aragón… y de otros reinos europeos. No solo se buscaba legitimar y adular al monarca de turno, a través de estos relatos unos territorios se arrogaban derechos y primacías frente a otros; la cuestión es que hasta hace muy poco tiempo han sido aceptados de manera literal como correctos y las consecuencias a la vista están.
Los ejemplos se suceden en este La invención del pasado, su autor explica como en relatos épicos de nuestra historia, como es el caso del suicidio heroico y colectivo de Numancia que probablemente no se produjera dado que aparece en diferentes cronistas romanos entre el siglo I a.C. y el II d.C. como lugar común a las ciudades asediadas: se trataría de un cliché literario, no de un hecho real.
“Este proceso metafórico es universal. Se da en los geógrafos antiguos y los cronistas medievales, pero también entre los historiadores modernos, aunque sea de un modo más sutil. Nuestra mente, la de los cronistas y la nuestra, opera por medio de analogías, paralelismos y reiteraciones. No somos seres “científicos” sino literarios, y nuestra manera de recordar, también la del historiador, funciona más como la de un novelista o un poeta que como la de un científico.”
Miguel-Anxo Murado sigue poniendo en cuestión el relato histórico común: la Armada Invencible de Felipe II no sufrió una tormenta destructora, muy al contrario, la acción de los barcos incendiarios y la artillería inglesa no logró destruirla en su totalidad gracias a otra tormenta menor. De vuelta tuvieron más problemas por el clima de la zona.
De cualquier manera será el siglo XIX el que reescriba sobre mitos la historia de España. El autor pone a la cabeza en ello a Modesto Lafuente, que en su Historia General de España, será el máximo exponente en la dotación de relato histórico a la identidad española. Entre otros mitos, aquí se apunta la invención del concepto de Reconquista nunca utilizado hasta entonces, que “convertía la presencia musulmana en algo provisional y en constante retirada, y desplazaba el foco de la acción hacia los reinos cristianos. El resultado es una gran narrativa clásica, de unidad (reino visigodo), pérdida (conquista musulmana), lucha (Reconquista), y redención (toma de Granada).”
Peor lo tiene Menéndez Pidal en este libro, Murado no puede disimular cierta obsesión por tan erudito medievalista, aparece a lo largo del texto, incluida su portada, como la representación misma del mito y le acusa abiertamente además de fantasioso de manipular una idea castellanocéntrica de nuestra historia, no solo se habría inventado toda su aportación sobre el Cid Campeador, es que también sería entre otras muchas más manipulaciones, el autor de la idea del Imperio español que hoy tenemos hecha a medida del franquismo.
Tampoco se libra Sánchez Albornoz, que partía de “la historiografía alemana de las décadas de 1920 y 1930, fuertemente influida por el nacionalismo o incluso por el nacionalsocialismo.” A él le atribuye la equivocada idea que de los godos tenemos, incluida la dichosa lista de reyes que trajo de cabeza a nuestros padres en las escuelas, y aquí se llega a plantear la posibilidad de que no fueran ni tan siquiera un pueblo como tal, sino simplemente un ejército nómada de mercenarios de diferentes procedencias. Como habrá podido notar a estas alturas el lector hay momentos de la lectura en los que da la sensación de que Murado exagera tanto el juicio y revela una incapacidad para leer la historiografía en su contexto histórico que puede resultar excesivo, pero ello en ningún caso priva a quien lo lee de una divertida y provocadora puesta en duda de casi todo aquello que creía saber. Pero ciertamente, en la decostrucción de los mitos que aquí se hace hay que poner en práctica el mismo escepticismo que el autor solicita en la lectura de la historia, en esta también.
Y ahora le toca a Américo Castro, aquí toma partido por su enemigo Sánchez Albornoz (solo a medias, niega la posibilidad de debatir sobre “el origen de los españoles”) y califica al mito de las “tres culturas” como inexistente; sostiene el autor que intercambio entre cristianos, musulmanes y judíos hubo, pero que Castro lo eleva a niveles disparatados.
Una conclusión insostenible y gratuita del autor que confunde la visión esencialista de la historia de parte del siglo XX con la del franquismo, simplemente resulta incomprensible que esta frase haya superado la más mínima revisión:
“El propio Pidal regresó pronto a la España de Franco y recuperó su cátedra en 1947. Sánchez Albornoz y Castro prefirieron no regresar nunca, pero sus ideas sobre el pasado fueron las del franquismo (también las de Castro, más de lo que sus admiradores están dispuestos a aceptar.”
Llegamos a los relatos ilustrados, la importancia de la pintura de historia del siglo XIX, fuente de las imágenes mentales de apoyo al relato histórico creado y premeditadamente reforzado artísticamente. Por ejemplo, durante el reinado de Isabel II se suceden las representaciones pictóricas de Isabel la Católica motivadas porque ambas llegarían al trono tras dudosas interpretaciones del derecho dinástico y además coincidían en el nombre, pero se citan numerosos casos de escenas que teniendo orígenes literarios se han convertido en testimonio del pasado y transformado en documentos.
La fotografía también ha cumplido su papel, comprobar que un clásico de la Guerra Civil como la foto Los caballos de Agustí Centelles en realidad es un posado, me ha resultado más decepcionante que las falsedades y anacronismos que encierran cuadros como La rendición de Breda de Velázquez o la imposibilidad de que Goya fuera testigo de las escenas que recrea en Los desastres de la guerra, o peor aún, nuestro imprescindible Los fusilamientos de la Moncloa (más conocidos como los del tres de mayo), en realidad son una copia de una escena central del anterior Tres de mayo de Juan Carrafa. ¡No dejen de buscar y comparar ambas imágenes!
Objetos y lugares, la famosa Tizona, la espada del Cid que la Junta de Castilla y León pagara en pleno aznarismo por 1,6 millones de euros cuando varios expertos negaban su autenticidad y no valoraban en más de 7000 euros, la falsedad de las viviendas atribuidas a Cervantes en Alcalá de Henares, el Greco en Toledo o a Colón en Las Palmas, las reconstrucciones sin el más mínimo criterio histórico-artístico del siglo XIX donde primó la imaginación sobre la realidad, ¡incluida la Alhambra con la que Miguel-Anxo Murado es implacable!, las rutas turísticas que se identifican con episodios o leyendas históricas, las conmemoraciones y los recuerdos selectivos, cierran un libro que concluye poniendo a la Historia en una descalificación a mi juicio excesiva y que injustamente ignora la gran cantidad de trabajo serio y riguroso que también se realiza a diario para el conocimiento de nuestro pasado.
“El escepticismo es también un conocimiento. Puesto que la historia es algo natural e instintivo, una carga que estamos obligados a llevar, queramos o no, es importante saber quitarle importancia para que no nos aplaste. Junto a la imaginación, ese escepticismo ha sido siempre una de las herramientas de los historiadores. Lo único que falta es que la utilicen también los lectores.” Comienzo por su conclusión, da una buena idea de lo que es un libro que sabe llegar a cualquier lector no necesariamente habituado a la lectura histórica.
Y es que ya desde las primeras páginas Murado recupera a autores entre tantos que en su día fueron tan polémicos como Ignacio Olagüe que en los setenta argumentó magistralmente la imposibilidad de que en el 711 se produjera una invasión ni árabe ni musulmana e iba más allá sosteniendo que, en realidad se habría tratado de una sustitución de la casta gobernante en la Península Ibérica desde el más desarrollado culturalmente norte de África, que ello explicaría la rapidez y la ausencia de resistencia a este hecho, entre otras cosas porque ni tan siquiera habría habido un cambio forzoso religioso, que este habría llegado más adelante por la vía del proselitismo por parte de predicadores y comerciantes. Quizá ello explique que no exista texto alguno contemporáneo al 711 que cite invasión árabe alguna de la Península, tampoco de cronistas musulmanes o europeos de la época. ¿No resulta extraño en uno de los hechos fundamentales del imaginario histórico de los españoles? Y disculpen que me haya extendido en esta cuestión, pero aquel La revolución islámica en Occidente, tuvo una notable repercusión en quienes aprendimos a tratar la historia con el escepticismo que propone Murado.
Pero esperen, que casi todo lo que sabemos del Reino de Asturias (718-925) lo tenemos a través de los textos realizados en el siglo XII por el Obispo Pelayo de Oviedo, que tanto interés puso en inventar un pasado de siglos atrás molestándose hasta en imitar la caligrafía visigoda para hacerlos pasar por más antiguos. Ya ven, ateniéndose a la documentación real, podríamos poner en duda la misma existencia del Reino de Asturias.
Por entonces, a mediados del siglo XII, Alfonso VIII reina en la emergente Castilla y requiere un pasado legitimador que se encargará de hacer otro obispo, en este caso Ximénez de Rada, que imitando la que con ese fin había realizado su similar Lucas de Tui para entroncar la monarquía leonesa con la asturiana, no será diferente a las crónicas inventadas de Navarra, Aragón… y de otros reinos europeos. No solo se buscaba legitimar y adular al monarca de turno, a través de estos relatos unos territorios se arrogaban derechos y primacías frente a otros; la cuestión es que hasta hace muy poco tiempo han sido aceptados de manera literal como correctos y las consecuencias a la vista están.
Los ejemplos se suceden en este La invención del pasado, su autor explica como en relatos épicos de nuestra historia, como es el caso del suicidio heroico y colectivo de Numancia que probablemente no se produjera dado que aparece en diferentes cronistas romanos entre el siglo I a.C. y el II d.C. como lugar común a las ciudades asediadas: se trataría de un cliché literario, no de un hecho real.
“Este proceso metafórico es universal. Se da en los geógrafos antiguos y los cronistas medievales, pero también entre los historiadores modernos, aunque sea de un modo más sutil. Nuestra mente, la de los cronistas y la nuestra, opera por medio de analogías, paralelismos y reiteraciones. No somos seres “científicos” sino literarios, y nuestra manera de recordar, también la del historiador, funciona más como la de un novelista o un poeta que como la de un científico.”
Miguel-Anxo Murado sigue poniendo en cuestión el relato histórico común: la Armada Invencible de Felipe II no sufrió una tormenta destructora, muy al contrario, la acción de los barcos incendiarios y la artillería inglesa no logró destruirla en su totalidad gracias a otra tormenta menor. De vuelta tuvieron más problemas por el clima de la zona.
De cualquier manera será el siglo XIX el que reescriba sobre mitos la historia de España. El autor pone a la cabeza en ello a Modesto Lafuente, que en su Historia General de España, será el máximo exponente en la dotación de relato histórico a la identidad española. Entre otros mitos, aquí se apunta la invención del concepto de Reconquista nunca utilizado hasta entonces, que “convertía la presencia musulmana en algo provisional y en constante retirada, y desplazaba el foco de la acción hacia los reinos cristianos. El resultado es una gran narrativa clásica, de unidad (reino visigodo), pérdida (conquista musulmana), lucha (Reconquista), y redención (toma de Granada).”
Peor lo tiene Menéndez Pidal en este libro, Murado no puede disimular cierta obsesión por tan erudito medievalista, aparece a lo largo del texto, incluida su portada, como la representación misma del mito y le acusa abiertamente además de fantasioso de manipular una idea castellanocéntrica de nuestra historia, no solo se habría inventado toda su aportación sobre el Cid Campeador, es que también sería entre otras muchas más manipulaciones, el autor de la idea del Imperio español que hoy tenemos hecha a medida del franquismo.
Tampoco se libra Sánchez Albornoz, que partía de “la historiografía alemana de las décadas de 1920 y 1930, fuertemente influida por el nacionalismo o incluso por el nacionalsocialismo.” A él le atribuye la equivocada idea que de los godos tenemos, incluida la dichosa lista de reyes que trajo de cabeza a nuestros padres en las escuelas, y aquí se llega a plantear la posibilidad de que no fueran ni tan siquiera un pueblo como tal, sino simplemente un ejército nómada de mercenarios de diferentes procedencias. Como habrá podido notar a estas alturas el lector hay momentos de la lectura en los que da la sensación de que Murado exagera tanto el juicio y revela una incapacidad para leer la historiografía en su contexto histórico que puede resultar excesivo, pero ello en ningún caso priva a quien lo lee de una divertida y provocadora puesta en duda de casi todo aquello que creía saber. Pero ciertamente, en la decostrucción de los mitos que aquí se hace hay que poner en práctica el mismo escepticismo que el autor solicita en la lectura de la historia, en esta también.
Y ahora le toca a Américo Castro, aquí toma partido por su enemigo Sánchez Albornoz (solo a medias, niega la posibilidad de debatir sobre “el origen de los españoles”) y califica al mito de las “tres culturas” como inexistente; sostiene el autor que intercambio entre cristianos, musulmanes y judíos hubo, pero que Castro lo eleva a niveles disparatados.
Una conclusión insostenible y gratuita del autor que confunde la visión esencialista de la historia de parte del siglo XX con la del franquismo, simplemente resulta incomprensible que esta frase haya superado la más mínima revisión:
“El propio Pidal regresó pronto a la España de Franco y recuperó su cátedra en 1947. Sánchez Albornoz y Castro prefirieron no regresar nunca, pero sus ideas sobre el pasado fueron las del franquismo (también las de Castro, más de lo que sus admiradores están dispuestos a aceptar.”
Llegamos a los relatos ilustrados, la importancia de la pintura de historia del siglo XIX, fuente de las imágenes mentales de apoyo al relato histórico creado y premeditadamente reforzado artísticamente. Por ejemplo, durante el reinado de Isabel II se suceden las representaciones pictóricas de Isabel la Católica motivadas porque ambas llegarían al trono tras dudosas interpretaciones del derecho dinástico y además coincidían en el nombre, pero se citan numerosos casos de escenas que teniendo orígenes literarios se han convertido en testimonio del pasado y transformado en documentos.
La fotografía también ha cumplido su papel, comprobar que un clásico de la Guerra Civil como la foto Los caballos de Agustí Centelles en realidad es un posado, me ha resultado más decepcionante que las falsedades y anacronismos que encierran cuadros como La rendición de Breda de Velázquez o la imposibilidad de que Goya fuera testigo de las escenas que recrea en Los desastres de la guerra, o peor aún, nuestro imprescindible Los fusilamientos de la Moncloa (más conocidos como los del tres de mayo), en realidad son una copia de una escena central del anterior Tres de mayo de Juan Carrafa. ¡No dejen de buscar y comparar ambas imágenes!
Objetos y lugares, la famosa Tizona, la espada del Cid que la Junta de Castilla y León pagara en pleno aznarismo por 1,6 millones de euros cuando varios expertos negaban su autenticidad y no valoraban en más de 7000 euros, la falsedad de las viviendas atribuidas a Cervantes en Alcalá de Henares, el Greco en Toledo o a Colón en Las Palmas, las reconstrucciones sin el más mínimo criterio histórico-artístico del siglo XIX donde primó la imaginación sobre la realidad, ¡incluida la Alhambra con la que Miguel-Anxo Murado es implacable!, las rutas turísticas que se identifican con episodios o leyendas históricas, las conmemoraciones y los recuerdos selectivos, cierran un libro que concluye poniendo a la Historia en una descalificación a mi juicio excesiva y que injustamente ignora la gran cantidad de trabajo serio y riguroso que también se realiza a diario para el conocimiento de nuestro pasado.
La lectura de La invención del pasado es un sanísimo
ejercicio de puesta en duda de casi todo, un alegato de independencia
intelectual que podía haberse extendido a otras deformaciones de la Historia
que padecemos actualmente en España, y ello a pesar de que el autor en su
obsesión por destruir el relato histórico aceptado mayoritariamente no duda en
descalificar y generalizar, presumir las intenciones maléficas del legado
historiográfico recibido sin la más mínima empatía contextual, y en muchas
ocasiones escudarse en la negación por duda más que en la afirmación
alternativa.
La edición de
Debate, impecable, bien dotada de bibliografía, notas, créditos, alguna
ilustración… hace justicia a un libro que hará las delicias de los lectores que
se acerquen a él con el mismo escepticismo que Miguel-Anxo Murado pide para la
historia que pone en cuestión.
Quizá es mejor dejar la Historia a los profesionales como nosotros dejamos el periodismo a los que se dedican a ello.
Pero vamos, me ofrezco muy amablemente a operarle la próxima vez que tenga un problema. Total ¿por qué vamos a dejar la medicina a los médicos?
Otra cosa, la arqueología es una disciplina CIENTIFICA por derecho propio, tanto o mas que la historia. Lo de que necesite un marco historico para interpretar sus datos es una tonteria. Ejemplos?? Sumerio e hititas, por decir algunos…la historia es la que es, los que son poco de fiar son los historiadores.
Quizá no sabe a lo que nos dedicamos muchos historiadores cada día, pero desde luego ni trabajamos sólo con textos, ni consideramos que todo lo que dicen los textos haya que creerlo tal cual, ni nos basamos en fantasías y especulaciones. ¿Se cree que ha descubierto las Américas por decir que hay que tener cautela con las fuentes? ¿Pero qué broma es esta?
Más le valdría informarse un poco antes de hablar y dejar de enmendar la plana a un mundo profesional que desconoce.
A lo mejor él al redactar un artículo periodístico se deja llevar por recuerdos y ensoñaciones, o se vende por unos euros a alguna corriente ideológica, pero ese no es el caso de los investigadores que se dedican con rigor a un oficio que no es fácil. Un respeto, por favor.
En relación a dos comentarios: no parece que su obra busque iluminar a los hitoriadores, sino que es divulgativa. Y sería muy orgulloso decir que no tiene nada que aportar al público en general, incluso a los historiadores.